Cuentan que en un país del lejano oriente un emperador comunicó a su
emperatriz que finalizado el invierno partiría a la guerra. La emperatriz temía
por su marido, báculo de su pueblo, y le rogó que no marchara, pero él tenía un
deber que cumplir y sólo cedió sobre el momento de su partida, marcharía
cuando el primer pétalo de una flor de cerezo de su jardín cayera al suelo.
Y así trascurrió el invierno, y llegó la primavera y las flores rosas de los
cerezos convirtieron el jardín en una nube. El emperador convocó a sus
generales y les dijo que la partida sería pronta y que como la lucha iba a ser
cruenta se despidieran de todos los suyos.
Todas las mañanas, el emperador y su amada paseaban por el jardín como acto
de despedida, pero siempre el suelo estaba limpio de pétalos.
Fueron transcurriendo los días y el emperador se impacientaba, cada día había
menos flores en el jardín, pero el suelo, antaño cubierto de un manto rosa,
permanecía impoluto.
Los generales esperaban la orden, las tropas estaban preparadas y como cada
mañana, antes del amanecer, mientras el emperador dormía, la emperatriz salía
a recoger todos los pétalos caídos al suelo.
Y llegó el momento en que sólo quedó una flor en un cerezo, y cogiéndola el
emperador se la ofreció a su emperatriz: “extraña primavera”, le dijo. Y ella se
colocó esa última flor en el pelo.
Por la tarde partieron todos los ejércitos, y el ruido de los caballos y las
armaduras quedó durante días en el aire del palacio. Cuando a los pocos días
trajeron el cadáver del emperador y lo depositaron en el suelo del jardín, de su
mano cayó el primer pétalo de la primera flor del jardín de los cerezos, que se
unió a las astillas de la última rama del último cerezo talado por orden de la emperatriz. Y así, del pétalo y la astilla creció el primer ciprés, el árbol del recuerdo
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